De sobra es conocido el sistema social en que actualmente los seres humanos nos desarrollamos. Desde muy pronto, somos empujados a lomos de gigantes, que a base de saltos nos ayudan a ir superando metas. Al principio son menos exigentes, pero a medida que vamos creciendo, al igual que nuestras miras se amplían, también crece el esfuerzo requerido para alcanzar lo que nos proponemos.

Poco a poco nos hemos acostumbrado a ser corregidos y evaluados a lo largo de todas las etapas de aprendizaje por las que hemos pasado. Hemos aprendido que para conseguir la aprobación de los demás, hemos de lograr unos estándares específicos. Además, paralelamente a esos estándares externos, hemos ido construyendo los nuestros propios, nuestro propio ideal de logro necesario y suficiente para sentirnos bien con nosotros mismos.

Querer aumentar nuestro propio rendimiento, ser los mejores en algo, o alcanzar altos objetivos no es lo mismo que ser perfeccionista. Al final, ser perseverantes, nos ayuda a superar metas que nos permiten ser efectivos en nuestro entorno, como el estudiante preocupado por su rendimiento académico para poder acceder a los estudios universitarios que le gustan. Al final, sin metas prefijadas, las personas generalmente conseguimos menos logros.

Y, en base a esto, ¿qué podemos hacer para saber si nuestro perfeccionismo es “bueno” o “malo”?

Parece haber acuerdo entre la comunidad científica en proponer que el perfeccionismo tiene aspectos tanto normales o positivos como “neuróticos” (Hamacheck, 1978; Terry-Short, Owens, Slade y Dewey, 1995).

De acuerdo con esta distinción, el perfeccionismo “malo” se caracterizaría porque estos esfuerzos estarían dirigidos a alcanzar metas poco realistas y poco objetivas fundamentadas principalmente en nuestra propia dificultad para tolerar los errores, con tal de evitarlos a toda costa.

El perfeccionismo normal, el que nos moviliza, es definido por la lucha por estándares y metas reales, teniendo en cuenta nuestras propias capacidades y limitaciones, que están en función de una recompensa futura y que conseguirlo generaría en nosotros sentimientos de satisfacción.

Actualmente el perfeccionismo se concibe como un predictor del mal ajuste, sobre todo en algunas etapas de la vida como por ejemplo la adolescencia. Las implicaciones que puede tener en el bienestar de las personas se mueven dentro de un continuo, que puede ir desde cierto malestar emocional hasta la génesis de trastornos como los que se refieren a la conducta alimentaria (Flett, Hewitt, Boucher, Davidson y Munro, 1997; Hewitt et al., 2002; Nilsson, Sundbom y Hagglof, 2008; Shafran y Mansell, 2001).

En concreto, y en relación con los trastornos alimentarios, es abundante la literatura que señala el perfeccionismo como una característica de personalidad de estos pacientes y el papel tan importante que juega en el mantenimiento de la anorexia y la bulimia nerviosa, así como en población no clínica, se pueden establecer relaciones entre perfeccionismo y conductas alimentarias “de riesgo”, jugando un papel crucial en este caso la identificación de dichos patrones para la prevención y promoción de la salud.

A nivel emocional, podemos encontrarnos con personas que experimentan altos niveles de ira, dificultad en la relaciones interpersonales, ansiedad social, tristeza y preocupación, generalmente asociadas a creencias disfuncionales asociadas a la autocrítica y la imposibilidad para aceptar los errores, que en ocasiones y en interacción con eventos estresantes tales como pérdidas (seres queridos, trabajo…) o fracasos percibidos pueden conducir a desarrollar un estado depresivo. También juegan un papel importante las creencias asociadas a lo que los demás esperan de nosotros, que en personas con tendencias perfeccionistas tienden a ser prácticamente imposibles de cumplir.

En resumen, un perfeccionismo negativo o compulsivo puede conducirnos a experimentar niveles altos de estrés y una vivencia emocional caracterizada por la insatisfacción y el sentimiento de ineficacia que es importante abordar de cara al fomento de nuestro equilibrio emocional, que nos proporcione las herramientas necesarias para saber discernir cuándo mediante nuestro esfuerzo estamos intentado conseguir nuestros objetivos y adaptarnos al medio y cuándo esta dinámica se convierte en una espiral que nos sume en una búsqueda continua e interminable de objetivos que no nos satisfacen ni nos sirven realmente para sentirnos bien, sino que nos enganchan y agotan.

 

Raquel Salmerón
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Por Raquel Salmerón

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